
Los principios fundamentales y más importantes para la vida y la salvación por medio de Jesucristo están claramente ilustrados en la Biblia. Es esta sana doctrina a la que nos abocamos y que buscamos practicar en nuestra familias.
Hay un Dios verdadero, existente eternamente en tres personas – Padre, Hijo y Espíritu Santo – cada uno de los cuales posee igualmente los atributos y carácter de la Deidad .
Jesucristo es el Hijo de Dios, la Palabra viviente, eterno con el Padre, quien se hizo carne a través de Su concepción milagrosa por el Espíritu Santo, y Su nacimiento virginal. Por lo tanto, Él es perfecta divinidad y verdadera humanidad unidas.
Él vivió una vida sin pecado y voluntariamente hizo el gran sacrificio expiatorio por el pecado de todos los hombres al morir en la cruz como sustituto vicario, satisfaciendo así la justicia divina y logrando la salvación para todos aquellos que confían en Él y le siguen.
Él se levantó de los muertos en Su mismo cuerpo, aunque glorificado e inmortal, en el cual había vivido y muerto. En él, se apareció a sus discípulos y a cientos de testigos en Judea para luego ascender corporalmente al cielo y sentarse a la diestra de Dios Padre, donde Él, el único mediador entre Dios y el hombre, intercede continuamente por los suyos.
El hombre fue creado a la imagen de Dios en el principio. Éste transgredió al desobedecer a Dios; por lo tanto quedó inevitablemente separado de su Creador. Esa caída histórica trajo la muerte y el pecado a toda la humanidad sujetándola a la condenación divina.
La naturaleza del hombre está corrompida, por lo que es totalmente incapaz por sí mismo de agradar a Dios. Cada hombre necesita la regeneración y renovación del Espíritu Santo para poder retornar a la presencia de Dios.
La salvación del hombre es completamente una obra de la gracia de Dios por medio de Jesucristo y no es resultado, total o parcial, de las obras humanas piadosas, de ritos o de tradiciones religiosas. Dios concede su gracia a aquellos que ponen su fe en Cristo, se bautizan como símbolo de su compromiso íntimo de seguirle y reciben el Espíritu Santo como guía constante en sus vidas. De este modo los justifica y santifica delante de Él.
Es el privilegio de todos los que han nacido de nuevo del Espíritu tener la seguridad de su salvación desde el momento en que confían en Cristo como su Salvador. Esta seguridad no está basada en cualquier tipo de mérito humano, sino que viene de Dios y se manifiesta en los frutos (obras) todos los días.
El Espíritu Santo vino al mundo para revelar y glorificar a Cristo, y para aplicar la obra salvadora de Cristo en los hombres. Él convence y lleva a los pecadores a Cristo, les imparte nueva vida, los habita continuamente desde el nacimiento espiritual y los sella hasta el día de la redención. Su manifestación y poder son recibidos en la vida del creyente por fe.
Cada creyente está llamado a vivir en el poder el Espíritu Santo que mora en él de tal manera que no satisfaga los deseos de la carne sino que lleve fruto para la gloria de Dios.
Jesucristo es la cabeza de la Iglesia, Su cuerpo, el cual no es una corporación u organización humana sino que está integrado por todas las personas vivas y muertas, quienes han sido unidas a Él por Su gracia, mediante la fe salvadora.
Dios amonesta a Su pueblo a reunirse regularmente para velar en la oración, para la adoración, participación de las ordenanzas, especialmente en la Cena del Señor o Comunión, la edificación a través de las Escrituras y para alentarse y fortalecerse mutuamente.
Al morir físicamente el creyente fiel entra inmediatamente en una relación eterna y consciente con el Señor y espera la resurrección de su cuerpo para gloria y bendición eterna.
Al morir físicamente, el que no se arrepiente de sus pecados entra inmediatamente en una separación conciente del Señor y espera la resurrección de su cuerpo para juicio y condenación eternos. La condenación significa la incapacidad de morar en la presencia de Dios y en la imposibilidad de recibir las bendiciones eternas que Cristo posibilitó.
Jesucristo vendrá nuevamente a la tierra – personal, visible y corporalmente – para consumar el plan eterno de Dios para la Tierra y sus habitantes.
El Señor Jesucristo ordenó a todos los creyentes proclamar el evangelio en todo el mundo y discipular a los hombres de todas las naciones. El cumplimiento de esa Gran Comisión requiere que todas las ambiciones mundanas y personales sean subordinadas a un compromiso total a Aquél que nos amó y se entregó a Sí mismo por nosotros.